Claudio Iglesias
Texto para la Galería Alberto Sendrós, Bs.As. 2010
La pintura de Verónica Di Toro podría desarrollarse en la intersección exacta entre una poética
abstracta de cuño racionalista, un interés por los efectos distorsivos propios del op art y el tipo de
solución formal seriada típica del minimalismo americano. En sus distintos trabajos, Di Toro combina
herramientas pertenecientes a estos universos, con el deseo de retomar sus enseñanzas formales y
extraer de ellas nuevas consecuencias prácticas.
Sus primeras obras (las series de Discontinuos, Superpuestos y Apilamientos, a partir de 2001),
anudan la tradición geométrica medioeuropea, rigurosa en sus planteos constructivos, con los
mecanismos de análisis sintéticos del neoconcreto brasileño: grupos de figuras, normalmente
cuadrados y rectángulos, forman compuestos y revelan interacciones formales, con dos o tres
colores lisos como fuente de contrastes entre figura y fondo.
La serie de pinturas expuestas en el Centro Cultural Recoleta en 2003 se inscribe también en la
tradición del racionalismo constructivo, aunque la modularidad que en las anteriores pinturas
representaban los grupos de rectángulos se extiende a toda la serie, compuesta por cuadrados
centrados sobre un plano dividido a su vez en cuatro partes, una de ellas de un color contrastivo. En
un montaje lineal, el contraste cromático puede tomar diferentes posiciones y dinamizar el conjunto,
subordinando el cuadrado central que se mantiene en idéntica posición a lo largo del recorrido. Al
disponer las piezas en grillas de cuatro, en cambio, las esquinas con colores pueden reunirse en el
centro o bien disponerse en los ángulos de una nueva figura compuesta por cuatro pinturas. Ya en
estos trabajos, el color comienza a adquirir un rol formal mayor en desmedro de las figuras.
Los trabajos siguientes, como las pinturas sobre madera de la serie Rayas (2004-2005) mantienen la
serie como unidad de análisis por sobre las piezas individuales, al tiempo que el protagonismo del
sistema cromático se hace más marcado y la figuralidad se disipa. Las imágenes consisten de líneas
de color paralelas, verticales o inclinadas unos pocos grados, en módulos de 36x36 cm montados en
grillas regulares. El plano estriado en estas obras hard-edge abre un camino de exploración de los
efectos ópticos y, simultáneamente, de la visualidad de empapelado propia del diseño industrial,
serial y en cierto sentido cotidiana, característica del minimalismo americano (Bridget Rilley, con
particular énfasis).
De esta serie surgirían las pinturas de líneas sobre tela (de alrededor 1,5x2 m) y las serigrafías sobre
papel. La gradualidad del color y la leve angulación de las líneas buscan, en estas piezas, un mayor
efecto de vibración y velocidad, realzado por montajes muy irregulares que concentran la mirada en
cada una de las piezas y en las interferencias entre líneas y colores que hacen pensar en el
fenómeno óptico de la difracción (superposición de ondas). Los Centrados (2007) comienzan a
mostrar una mayor disipación en esos cúmulos de líneas: el espacio observable entre una y otra se
amplía, los juegos de luz vuelven a destacar una figura sobre un fondo y el cinetismo cambia de
dirección: la superposición de ortogonales y diagonales genera un movimiento bascular entre las
líneas y, en algunos casos, un principio de simetría que vuelve a convertir parcialmente el plano en
una grilla, en contraposición al espacio sin principio ni fin de las líneas paralelas.
Como continuación de esta serie surgen las Simetrías, en las cuales las líneas apaisadas, de distinto
grueso, generan juegos de perspectiva al formar una esquina hacia el centro del plano. En esta serie
aparece un elemento nuevo, que muestra el empleo específico que hace Di Toro de los instrumentos
formales de la tradición abstracta. El efecto de la imagen sobre la mirada incorpora la posición del
observador frente a los cuadros, señalando en el quiebre de las líneas el centro del campo visual del
espectador. En los trabajos más recientes, dos ejes de simetría convergen en una cruz central y los
vértices forman una línea de puntos en la percepción, que fuga del centro a los bordes. El cruce de líneas se convierte en un centro dinámico (que no coincide necesariamente con el centro topológico
de la imagen) hacia el que fluye todo el movimiento. De este modo, dos ejes convergen, uno literal
marcado por los campos de color que se cruzan, y otro perceptivo, determinado por la proyección de
los vértices, en lo que parece un movimiento sin fin de ondas de color rectangulares. Pero la
construcción de estas piezas incorpora también la rotación de la imagen con respecto al sentido
vertical del observador como un factor clave de distorsión óptica: todo el esqueleto ortogonal de la
imagen gira, a la manera de la estructura de algunas composiciones suprematistas, como movida por
una fuerza centrífuga independiente de la gravedad. De este modo, el juego geométrico que en los
primeros trabajos tenía lugar entre las figuras en el plano, en los últimos se proyecta hacia el
espectador, encarnado en un sistema más complejo que involucra tanto la elaboración perceptual de
la imagen como el punto de vista corporal del observador situado frente a ella.